A Ofelia la conocí
una tarde de 2006. Llovía a cántaros y, tratando de salvar unos pocos papeles
que llevaba, entré al portal sin siquiera pedir permiso. A los quince minutos
estaba sentado en un sillón de la sala, seco y con un vaso de jugo de mango entre
las manos.
Me habló con total naturalidad, como si
me conociera de toda la vida. Me comentó con una amplia sonrisa, de esas que
iluminan el alma cuando provienen de un rostro surcado de arrugas: “¡Qué clase
de aguacero! ¡Parece que no va a dejar de llover nunca!”.
Aquel día fue el inicio de algo que
hubiésemos podido llamar amistad. Comencé a ir con frecuencia a su casa, ella
disfrutaba de mi compañía y yo de sus historias. Como Ofelia acostumbraba dejar
la puerta de la casa abierta, yo casi siempre entraba, sin pedir permiso, y la
sorprendía sentado ya en la sala, dispuesto a hacerla olvidarse de su terrible
soledad por un tiempo.
Solía colarme un poquito de café y
ofrecerme lo que tuviera por el refrigerador, antes de sumergirse en una
larguísima conversación, que una vez empezada no tenía para cuando acabar.
Ofelia nació una triste tarde del mes de
agosto de 1933, cuando en las calles, a fuerza de tiros y coraje, los jóvenes
enfrentaban al tirano. No tuvo lindas telas que la recibieran y mucho menos una
partera. No merecía esos lujos.
La pobreza apretaba el corazón, pero aún
así su madre decidió tenerla. «De todas maneras donde comen siete, comen ocho»,
repetía ante las exclamaciones de quienes conocían las extremas carencias que
padecía aquella familia de negros.
Sus abuelos vinieron a Cuba como
esclavos cerca de 1872, cuando los cubanos se batían a pleno machete en
Oriente, «pero en Occidente era otra cosa, mijito, allá a nadie le importaba
na’» Catorce años después, cuando abolieron la esclavitud, ya ellos se habían
ido a la manigua, a luchar en la guerra de Martí, Gómez y Maceo.
Pero aquello no resultó como esperaban,
después vino la República y todo poco a poco volvió a ser lo mismo. Los negros
por un lado y los blancos por otro, y ya ellos estaban muy cansados de luchar.
A la abuela no le gustaba entristecerla
con esas cosas, más bien procuraba narrarle historias de grandes señores y las
indiscreciones que cometían a escondidas de sus refinadas señoras. Aunque sus
preferidas eran las de aparecidos y desparecidos, esos cuentos de camino que
solazaban las largas noches de quinqué y mosquitos.
Las narraciones se sucedieron por varias
semanas. Prácticamente me volví adicto a escucharlas, a la vez que sentía cómo
devolvía el sentido, con mis visitas, a la vida de aquella pobre negra sola con
sus recuerdos. Primero iba una vez por semana, después un día sí y uno no.
Una tarde, Ofelia no estaba. Había
muerto la mañana antes y la habían enterrado de inmediato. No tenía familiares
vivos. Su esposo murió en la Sierra y a sus dos hijos los asesinaron durante la
Campaña de Alfabetización.
Sentí una rara mezcla de culpa y
tranquilidad, me dolió no haberle dedicado más de mi tiempo, pero al menos
sabía que iba a descansar de esa terrible soledad que se cernía sobre ella
desde hacía años.
Ese día me reconfortó recordar su risa
franca de particular sabor criollo, su manera de hablar, llena de jocosas
expresiones, su dulce café y su mirada, esa mirada tan cansada y a la vez
rebosante de vida.
No volví más por aquella casa.
Ciertamente desconozco lo que sucedió después con aquel lugar. Desde entonces
la visito en su nueva morada, para que me siga contando sus historias con aquel
afecto maternal con que lo hacía en vida. La primera vez que fui también
llovía, y como siempre, me senté a su lado sin pedir permiso.