viernes, 8 de junio de 2012

Sin pedir permiso


A Ofelia la conocí una tarde de 2006. Llovía a cántaros y, tratando de salvar unos pocos papeles que llevaba, entré al portal sin siquiera pedir permiso. A los quince minutos estaba sentado en un sillón de la sala, seco y con un vaso de jugo de mango entre las manos.
Me habló con total naturalidad, como si me conociera de toda la vida. Me comentó con una amplia sonrisa, de esas que iluminan el alma cuando provienen de un rostro surcado de arrugas: “¡Qué clase de aguacero! ¡Parece que no va a dejar de llover nunca!”.
Aquel día fue el inicio de algo que hubiésemos podido llamar amistad. Comencé a ir con frecuencia a su casa, ella disfrutaba de mi compañía y yo de sus historias. Como Ofelia acostumbraba dejar la puerta de la casa abierta, yo casi siempre entraba, sin pedir permiso, y la sorprendía sentado ya en la sala, dispuesto a hacerla olvidarse de su terrible soledad por un tiempo.
Solía colarme un poquito de café y ofrecerme lo que tuviera por el refrigerador, antes de sumergirse en una larguísima conversación, que una vez empezada no tenía para cuando acabar.
Ofelia nació una triste tarde del mes de agosto de 1933, cuando en las calles, a fuerza de tiros y coraje, los jóvenes enfrentaban al tirano. No tuvo lindas telas que la recibieran y mucho menos una partera. No merecía esos lujos.
La pobreza apretaba el corazón, pero aún así su madre decidió tenerla. «De todas maneras donde comen siete, comen ocho», repetía ante las exclamaciones de quienes conocían las extremas carencias que padecía aquella familia de negros.
Sus abuelos vinieron a Cuba como esclavos cerca de 1872, cuando los cubanos se batían a pleno machete en Oriente, «pero en Occidente era otra cosa, mijito, allá a nadie le importaba na’» Catorce años después, cuando abolieron la esclavitud, ya ellos se habían ido a la manigua, a luchar en la guerra de Martí, Gómez y Maceo.
Pero aquello no resultó como esperaban, después vino la República y todo poco a poco volvió a ser lo mismo. Los negros por un lado y los blancos por otro, y ya ellos estaban muy cansados de luchar.
A la abuela no le gustaba entristecerla con esas cosas, más bien procuraba narrarle historias de grandes señores y las indiscreciones que cometían a escondidas de sus refinadas señoras. Aunque sus preferidas eran las de aparecidos y desparecidos, esos cuentos de camino que solazaban las largas noches de quinqué y mosquitos.
Las narraciones se sucedieron por varias semanas. Prácticamente me volví adicto a escucharlas, a la vez que sentía cómo devolvía el sentido, con mis visitas, a la vida de aquella pobre negra sola con sus recuerdos. Primero iba una vez por semana, después un día sí y uno no.
Una tarde, Ofelia no estaba. Había muerto la mañana antes y la habían enterrado de inmediato. No tenía familiares vivos. Su esposo murió en la Sierra y a sus dos hijos los asesinaron durante la Campaña de Alfabetización.
Sentí una rara mezcla de culpa y tranquilidad, me dolió no haberle dedicado más de mi tiempo, pero al menos sabía que iba a descansar de esa terrible soledad que se cernía sobre ella desde hacía años.
Ese día me reconfortó recordar su risa franca de particular sabor criollo, su manera de hablar, llena de jocosas expresiones, su dulce café y su mirada, esa mirada tan cansada y a la vez rebosante de vida.
No volví más por aquella casa. Ciertamente desconozco lo que sucedió después con aquel lugar. Desde entonces la visito en su nueva morada, para que me siga contando sus historias con aquel afecto maternal con que lo hacía en vida. La primera vez que fui también llovía, y como siempre, me senté a su lado sin pedir permiso.

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